Quienes, en Madrid, tienen la suerte de tener un balcón al que asomarse apreciarán, más después del confinamiento, poder contar con una válvula de escape para contrarrestar la claustrofobia del encierro. Un lugar en el hogar donde asomarse a sentir el aire, a tomar un poco de sol, y descansar la vista al observar espacios abiertos.
Los urbanitas tenemos normalizado la vida en el interior de los edificios, esas estructuras de acero, plástico, vidrio, hormigón y llenas de huecos que habitamos con apego. Es interesante la visión del líder samoano Tuiavii de Tiavea, que visitó Europa a principios del siglo XX y escribió una serie de discursos para advertir a su pueblo sobre la civilización que les estaba llevando el progreso. Algunas décadas después, esa misma civilización usaba islas de la zona, como el Atolón de Mururoa, para realizar ensayos nucleares.
Comparto un extracto del libro Los Papalagi (los hombres blancos, en samoano), una transcripción de los discursos de Tuiavii de Tiavea recopilados y traducidos por Erich Scheurmann, que se publicita como "el primer libro anti-globalización de la Historia de la Humanidad", que invita a una reflexión sobre nuestro estilo de vida:
CANASTAS DE PIEDRA, ISLAS DE PIEDRA, GRIETAS Y LAS COSAS QUE HAY EN ELLAS
Los Papalagi viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven entre las piedras, del mismo modo que un ciempiés; viven dentro de las grietas de la lava. Hay piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de piedra. Una canasta con agujeros y dividida en cubículos. Sólo por un punto puedes entrar y abandonar estas moradas. Los Papalagi llaman a este punto la entrada cuando se usa para entrar en la cabaña y la salida cuando se deja, aunque es el mismo y único punto. Atada a este punto hay un ala de madera enorme' que uno debe empujar fuertemente hacia un lado para poder entrar.
Pero esto es sólo el principio; muchas alas de madera tienen que ser empujadas antes de encontrar la que verdaderamente da al interior de la choza. En la mayoría de estas cabañas vive más gente que en un poblado entero de Samoa. Por consiguiente, cuando devuelves a alguien la visita, debes saber el nombre exacto de la aigal (familia/tribu) que quieres ver, ya que cada aiga tiene su parte propia en la canasta de piedra para vivir: la superior o la inferior, la central o la de la derecha, la izquierda o la de enfrente. A menudo, un aiga no sabe nada de la otra aiga, aunque sólo estén separadas por una pared de piedra y no por Manono, Apolina o Sauaii (islas samoanas).
Generalmente, apenas conocen los nombres de los otros y cuando se encuentran en el agujero por el que pasan furtivamente, se saludan con un corto movimiento de la cabeza o gruñen como insectos hostiles, como si estuvieran enfadados por vivir tan cerca.
Cuando un aiga vive en la parte más alta de todo, justo debajo del tejado de la choza, el que quiera visitarlos debe escalar muchas ramas que conducen arriba, en círculo o en zig-zag, hasta que se llega a un sitio donde el nombre de la aiga está escrito en la pared. Entonces, ve delante de sus ojos una elegante imitación de una glándula pectoral femenina, que cuando la aprieta emite un grito que llama a la aiga. La oiga mira por un pequeño atisbadero para ver si es un enemigo el que ha tocado la glándula; en ese caso, no abrirá. Pero si ve a un amigo, desata el ala de madera y abre de un tirón. Así el invitado puede entrar en la verdadera cabaña a través de la abertura.
Incluso esta cabaña está dividida por paredes de piedra en pequeños cubículos. Para pasar de una parte a otra, entras en cubículos cada vez más pequeños. Cada cubículo, llamado habitación por los Papalagi, tiene un agujero en la pared, y los mayores a veces tienen dos o tres para dejar pasar la luz. Estos agujeros están tapados con una pieza de vidrio que puede ser movida cuando ha de entrar aire fresco en la habitación, lo cual es muy necesario. Hay también muchos cubículos sin agujeros para la luz y el aire.
La gente como nosotros se sofocaría rápidamente en canastas como éstas, porque no hay nunca una brisa fresca como en una choza samoana. Los humos de las chozas-cocina tampoco pueden salir. La mayor parte del tiempo el aire que viene de afuera no es mucho mejor. Es difícil entender que la gente sobreviva en estas circunstancias, que no se conviertan por deseo en pájaros, les crezcan las alas y vuelen para buscar el sol y el aire fresco. Pero los Papalagi son muy aficionados a sus canastas de piedra y ni siquiera sienten lo malas que son.
Cada cubículo tiene su propia función. El mayor y mejor iluminado sirve a la familia para el fono3 y la recepción de invitados, y otro cuarto está reservado para dormir. Allí yacen las esteras para dormir, o mejor dicho, están extendidas sobre un andamiaje de madera que se levanta sobre altas patas, de modo que el aire circula bajo las esteras. Un tercer cubículo se usa para ingerir comida y producir olas de humo. En el cuarto se guarda la comida, el quinto está usado para su preparación y el último cubículo, el más pequeño, se usa para bañarse. Ésta es la habitación más bonita. En las paredes están colgados espejos, el suelo está decorado con llamativas baldosas y en el centro se yergue un enorme recipiente, hecho de metal o piedra y lleno de agua, caldeada o no. A este recipiente, quizá más grande que la tumba de un rey, sube el Papalagi para lavarse y quitarse las arenas de las canastas de piedra. Naturalmente hay canastas con incluso más cubículos. En algunas cada niño tiene también su propio criado, e incluso sus perros y caballos.
Entre estas canastas, los Papalagi pasan su vida entera. Ahora en una canasta, después en otra, dependiendo de la posición del sol. Sus ni-. ños crecen en el interior de estas canastas, por encima del suelo, más arriba que la palmera más alta. De vez en cuando los Papalagi dejan sus canastas privadas, como ellos las llaman, para ir a una canasta donde hacen sus trabajos y no quieren ser molestados por la presencia de esposa y niños. Mientras tanto, las mujeres y las muchachas están atareadas en la cabaña-cocina preparando los platos, abrillantando las pieles de los pies o lavando taparrabos. Cuando son lo suficientemente ricos para mantener criados, entonces éstos hacen el trabajo, mientras ellos van devolviendo visitas o salen a comprar comida fresca.
Tanta gente como hay viviendo en Samoa, vive de este modo en Europa, y quizás incluso más. Con todo, hay poca gente que anhele el sol, la luz y los bosques, pero como norma esto se considera una enfermedad contra la cual uno tiene que defenderse. Cuando uno se siente infeliz en esta vida pedregosa, los demás dicen que no es natural, con lo que dan a entender que él no sabe lo que Dios ha querido que fuera (...)

Fotos y texto: Ibán P. Sánchez
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Los Papalagi (el hombre blanco), disponible en la Casa del Libro en URL:
Los Papalagi
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